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martes, 10 de agosto de 2010

"El espejo" de Carolina Vaccarezza (cuentista invitada)

Llamó mi editora, bien temprano. No me daba más tiempo, necesitaba cerrar el lunes sí o sí la edición de una recopilación de cuentos que supuestamente se venderían como pan caliente (al menos eso dijo para convencerme, los cuentos no son lo mío).
Pero a mí se me venía encima un domingo y empecé a buscar algo qué hacer para no caer en el tedio, en la mierda pegajosa y mediocre que tienen esos días.


Amaneció soleado. Uno de esos días en los que te dan ganas de ir a una plaza o a un parque a tomar mate y dejarse acariciar por el sol. Después del café y el relax que me ofrece la soledad de la cocina por la mañana, recordé que tenía un asado familiar, era el cumpleaños de mi sobrina. “Al mal tiempo, buena cara” me dije y me fui a duchar. Dejé que el agua caliente me golpeara la cabeza. Cada gota resonaba suavemente en mi sesera. Me relajé, y sentí mi cuerpo en ese momento, registré la sensación de cada parte de él; distinguí la diferencia entre tener los músculos relajados y tenerlos agarrotados.


Levanté a Flor, mi hija más chica, y me fijé si mi marido seguía entregado a los brazos de Morfeo en la cama. Preparé el desayuno para ellos y me senté a leer el diario. Duró poco la paz matutina. Mi otra hija, la mayor, salió a escena con gritos poco amables e intimidatorios, con lo cual consiguió lo que quería: asustar a su hermana, llamar la atención y alterar la paz de la mañana.


Mi sobrina me había llamado especialmente para invitarme al asado que se hacía en casa de su abuela, mi suegra, ignorando que hacía meses que no pisaba ese lugar. Por un momento pensé en no ir, en buscar una excusa como la de tantos otros domingos, pero no se me ocurrió ninguna, el repertorio se me estaba agotando. También decidí ir para que mis hijas no preguntaran una vez más por que yo no iba; o para evitar una nueva discusión con mi marido que no termina de entender que a veces no aguanto más.


Puntual como siempre, alrededor de las doce, llegó el consabido llamado de mi suegra para ver a que hora pensábamos llegar, y para proponer que, llegado el caso, fuese mi marido primero con las nenas y yo fuera más tarde. Puse cara de “¿para que me invitan si en realidad les da lo mismo?”, pero no hice ningún cometario. Quería tener un domingo que por lo menos no empeorara, me conformaba con eso. Alrededor de la una emprendimos el viaje. No es un viaje largo, pero cuando el conductor se enoja con cuanto cristiano se le cruza en el camino puede llegar a alargarse hasta el infinito. Llegamos, todo era igual que siempre. Gritos, la mesa sin poner, el anfitrión haciéndose el desentendido, la cumpleañera sin llegar. Nunca entendí por que tenemos que ir tan temprano si nunca se come antes de las tres de la tarde. Tampoco entiendo porque todos se comunican a los gritos, como si fuesen sordos. Ni tampoco por que cualquier diferencia de opinión genera, invariablemente, una situación desagradable de agresiones verbales.


Yo había llegado decidida a no hacer nada. Si me habían invitado, pues que me atendieran. Obviamente esa determinación duro menos que nada. Mi suegra empezó a dar órdenes encubiertas, así como pedidos de ayuda y opte por mantener la paz y colaborar “total, no tenía nada mejor que hacer”. A cada colaboración obtenía un “gracias, vos sabes que yo te quiero mucho…” lo que me llevaba a pensar “y si no te ayudo ¿no me querés?”. En el arte de manipular mi suegra es maestra (porque mi suegra hace de la manipulación un arte). No me molesta colaborar, entendiendo por colaborar justamente eso, trabajar entre todos por un fin común. Pero como no hay cuñadas (porque todos mis cuñados son separados, ya me dirán ustedes que piensan de esa casualidad) soy la única mujer, además de mi suegra, para encargarme de las “tareas de mujeres”. Y como a mi suegra siempre le duele algo, termino poniendo la mesa, levantándola, lavando los platos y haciendo el café. Una vez pedí ayuda, plantee el tema y me contestaron que los hombres hacían el asado, es decir siete hombres haciendo “un” asado, y el resto de las mujeres, es decir una mujer y una suegra, atendiendo siente hombres. Así dieron por zanjado el tema para siempre. Y sí, a veces creo que la evolución de hombre no alcanzó a la familia de mi marido y todavía son medio cavernícolas.


Charlé un rato con mi cuñado más chico, que es con el que mejor me llevo. A veces hasta siento que él me entiende, que sabe como me siento los domingos en esa casa. Hasta me parece que a él le pasa lo mismo, pero que no puede salir porque el mandato materno es más fuerte. No me acuerdo bien de que hablamos, pero cuando por enésima vez lo escuche protestar contra su madre, sus hermanos y de las ganas de irse a la mierda que tenía, me alejé para ver si le faltaba mucho al asado. Había que condimentar las ensaladas, y según mi suegra, nadie las condimenta como yo. Recuerdo que una vez, a propósito, no le puse sal para ver que, con tal de no dar el brazo a torcer, cuando todos decían que a la ensalada le faltaba sal ella insistía que estaban perfectas, que yo era la mejor condimentando ensaladas porque conocía el gusto de todos.


Almorzamos, grandes por un lado, chicos por el otro, como siempre. Así que todo el tiempo tengo que ir y venir en los asados de la casa de mi suegra. Mi nena necesita que le corten la comida, todavía, y no quiero que a mi larga lista de “defectos” le sumen el que no me ocupo de mi hija. Debería dejar que hablen, yo sé lo que soy, pero también está mi hija delante de esos comentarios, no suelen tener reparos a la hora de hablar mal de alguien. Ellos dicen que su gran virtud como familia, es la sinceridad.


Mi suegra vive en una de esas casas tipo chorizo. Tiene un gran patio, donde siempre se come porque en la cocina no entramos todos y no tiene comedor; no importa si hace frío o no, lo importante, dicen, es estar todos juntos, con lo cual no entiendo por que los chicos comen en la cocina si la idea es estar todos juntos. Una escalera lleva a la terraza que jamás, en tantos años, pisé. Como Flor, mi nena, ya había terminado de comer, me quedé tranquila saboreando el asado hasta que vino llorando porque sus primos más grandes la cargaban. Se había pintado mal la boca con rouge y por eso se reían de ella. Me levanté algo fastidiada de la mesa y fui a poner un poco de orden. Siempre hacen llorar a Flor. Es la más chiquita de seis primos y en vez de jugar y reírse con ella, la molestan sólo por el hecho de molestar. Calmé a la nena y volví a mi lugar. Ya se habían llevado mi plato, sin saber si quería un poco más de asado o no. Como siempre, ahí, una persona decide por todos.


Agarré los cigarrillos y me fui a la escalera a fumar, porque en la mesa no se fuma. Son casi todos no fumadores y mi humo les molesta. Así que por respeto a ellos y a sus tan delicados y saludables pulmones, me senté en los escalones y me encendí el cigarro. La escena familiar quedó enmarcada por el blanco y espeso borde de las volutas de humo que expulsaban mis pulmones. Mi suegra, mis cuñados, mi marido, todos hablaban de política; discutiendo a grito pelado sin escucharse uno al otro, sin respetar las diferentes posturas. Alguien que no llegué a distinguir, pidió a los gritos que dejaran de hablar de política porque siempre terminaban peleados. Cambió el tema, y esta vez fueron los planes sociales y más gritos y posturas duras y cerradas. Politiquería barata de gente que habla sin saber. Una de las situaciones más criticadas, con dureza y firmemente, fue la de la gente que tiene trabajos conseguidos por militancia política “hijos de puta, encima se quejan de que ganan poco, no hacen nada para progresar” dijo alguien con vehemencia. En un momento apareció el típico pase de factura, “¿y vos hablas? Si a vos te consiguieron el laburo y no fuiste capaz de pensar en tu hermano que gana tan poco”. Grande fue mi asombro cuando escuche a mi marido apoyar esa postura. En realidad no debería asombrarme, él consiguió su trabajo de la misma manera.


En ese momento, como desde el costado de la escena, de fuera del cuadro familiar, apareció Flor llorando nuevamente. No me acuerdo bien por que, cuál fue la sensación o que indicio tuve, pero en ese momento sentí que algo se rompía adentro mío. Miré el cigarrillo consumiéndose como si fuera la vida misma y sentí la necesidad de salir de ahí, ese no era mi lugar, yo no encajaba con aquella gente. Si bien los conocía desde hacía años, me resultaban absolutos desconocidos. Fue como ver una foto donde los personajes eran extraños: una suegra manipuladora y arbitraria, escasa en el arte de dar amor, diciéndole a todo el que pudiera escuchar que mi marido era su hijito preferido porque le había reglado un pasaje para ir al sur la semana siguiente, todo esto sin importarle que sus otros hijos estuvieran ahí; unos cuñados cerrados, con visiones cortas y mediocres de la vida, sin ambiciones ni sueños, queriendo sacar ventaja en cada paso, sin detenerse a pensar por que les pasaba lo que les pasaba; un marido queriendo agradar a todos, haciéndose el chistoso sin nadie que se riera de las estupideces desubicadas que decía y sin importarle que yo estuviera sola una vez más, en la escalera, fumando; sin importarle que su hija lloraba, y cuando se dio cuenta se levantó pero fue para gritarle que se fuera a llorar al baño. Todos esos personajes siniestros y absurdos producían una cacofonía de voces aullando incoherencias. Los chicos miraban con ojos muy abiertos y asombrados. Una imagen patética de una familia que yo no reconocía como mía, aunque de hecho lo era.


De pronto una pregunta empezó a tomar forma en mi cabeza. Se hacía cada vez más grande, no podía dejarla sin respuesta. ¿Me veo acá dentro de un año, un mes, un día? El “NO” creció precozmente y tomó una fuerza inusitada, nació en mis propias entrañas y tuve que contener el grito que brotaba buscándome la boca.


Flor no llegó a entrar a la cocina que salió nuevamente llorando. Esta vez intercepté su paso y la levanté en brazos, le lave la cara en la pileta del patio y la consolé sin preguntarle ni siquiera por que lloraba. Llamé a mi hija mayor, agarré las camperas y simplemente les dije a todos: “chau”. Pude sentir sus ojos aguijoneándome la espalda, sus bocas habrán permanecidas abiertas un buen rato. Las nenas no entendían bien que pasaba pero venían conmigo. Sentí paz y un dejo de tristeza a la vez. No volví la cabeza atrás, no escuche los gritos de mi marido y ni de mi suegra exigiéndome que volviera. Simplemente cerré la puerta y me fui con la idea de llegar a casa y sentarme a escribir el último cuento que me pedía mi editora. La historia bien podría ser la de una escritora que se vio reflejada en el espejo de su propio personaje y se dejó llevar a un laberinto de pensamientos que, según ella creía, la sumieron en una atrofiante mediocridad.

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