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miércoles, 25 de noviembre de 2009

Que se llama soledad

Me desperté y, sin ningún apuro, me levanté. Echaba de menos a Sofi. Pero mas allá de eso, las cosas estaban bien así, digamos que las cosas estaban en su lugar. El sábado brillaba con desparpajo primaveral y yo me sentía más joven que viejo. Corrí las cortinas de la habitación, todo se iluminó de pronto. Fui a la cocina y encendí la cafetera. El ritual del sábado, el día mas relajado de la semana, me llevó hasta la ducha. Cuando salí el café estaba listo. Tomé el periódico que Alfonso, el conserje del edificio, echó por debajo de mi puerta y me senté en el balcón a desayunar.

Miré a lo largo de la angosta calle sobre la cual está el apartamento en el que vivo, y no vi a nadie, pero en la esquina un hombre ya entrado en años, desafiando la solitaria calle, cruzaba por el paso de cebra (línea peatonal), llevaba una boina y le colgaba del brazo una bolsa de esas de hacer compras, azul y rosa; no tenía apuros. En realidad en estos barrios de las afueras de Madrid, nadie tiene apuros. Sonreí. Entré a la sala para poner un poco de música, luego fui hasta la cocina para servirme mas jugo de naranja. En el equipo de audio, la áspera voz de Sabina le dedicaba unos versos a una tal Magdalena.

Volví al pequeño sillón del balcón y antes de sentarme, justo un instante antes, al otro lado de la calle una mujer descorría las cortinas de lo que parecía ser su cocina. Las calles son realmente angostas en este barrio y había muy poca distancia entre su ventana y mi balcón, me refiero a la distancia suficiente en la que se pueden percibir los detalles de un gesto.

Nuestras miradas se cruzaron, ella parecía distendida. De hecho, cuando la vi pensé que yo seguramente me veía igual, relajado, distendido. Ya sentado, la vi pasar un par veces, iba y venía, la imaginé preparando un desayuno. Leí el periódico y de tanto en tanto la buscaba por la ventana, ella no volvió a aparecer.

La rutina me llevó a casa de unos amigos donde cada fin de semana nos juntábamos, ellos para degustar el asado argentino, yo para seguir adentrándome en una cultura que si bien me era ajena, latía en algún rincón de mi cuerpo o en alguna gota de sangre de mis antepasados. Yo no podía decir, como muchos otros extranjeros, que me trataran como un “sudaca” o me marginaran por mi procedencia latina; había hecho buenos amigos en el trabajo y, casualmente, de este grupo yo era el único argento (sí, argento, cuando estas afuera no se es “argentino” se es definitivamente argento). Ismael, el dueño de casa, parecía entregado a los brazos de Baco, por decirlo de alguna manera, Lucía y Mercedes, las únicas dos mujeres, estaban alegres, en ese limite exacto y preciso entre la borrachera y la anécdota alegre de un día de copas. Facundo, Eugenio y Tomás eran los que se cuidaban y no tomaban alcohol, sólo anabólicos para el gimnasio. Nos divertimos toda la tarde, yo no quería pensar en volver a casa, no me acostumbro a que no esté Sofi. No es un tema de soledad, es que me molesta que cuando llego las cosas estén exactamente en el mismo lugar que cuando me fui y cerré la puerta ¿se entiende?

Ya había anochecido cuando Merce me alcanzó con su automóvil hasta casa. Antes de bajarme del vehiculo pensé en darle un beso. No era linda. No me gustaba. Podríamos haber pasado la noche juntos, como para no estar solos, era sábado y seguramente Mercedes hubiera aceptado. Pero me dio fiaca, sí, fiaca; es decir, en el auto hubiéramos estado un rato, unos besos, después le diría que suba, estaríamos incómodos otro rato mas seguramente, al menos hasta romper el hielo; tomaríamos algo, nos daríamos una ducha, tendríamos sexo e inmediatamente después del orgasmo tendría ganas de que se fuera, pero inmediatamente, y eso es algo que lógicamente no sucedería; me despertaría al otro día, el domingo (un día fatal por donde se lo mire), y tendría a Mercedes allí al lado, pegada a mí ¿Cómo haría para pedirle que se fuera? ¿Qué excusa podría poner como para deshacerme de ella, qué iba a almorzar con amigos? Ella conocía los pocos amigos que tenía ¿Qué me iba a casa de mis padres? No podía, todo el mundo sabía que mis padres estaban en Buenos Aires a doce mil kilómetros de donde yo amanecería con ella. Pasar todo el domingo con Mercedes sería una fatalidad, todavía había rincones del apartamento que olían a Sofía, aún tenía ropa que había sido lavada por ultima vez por ella.

Nos saludamos con un beso en la mejilla. Merce me buscó la mirada pero la esquivé. Entré a casa fastidiado, todo se veía igual que como yo lo había dejado. Encendí la lámpara, no quería mucha luz. Me tiré en el sofá, encendí el televisor y me puse a no mirar ningún canal, apretaba los botones del control remoto compulsivamente. Miré hacia la calle. La luz de la cocina de la mujer de enfrente estaba encendida, salí al balcón. Allí estaba la rubia misteriosa, atenta a su actividad culinaria. En un descuido me vio, se acercó a la ventana, relojeó la calle y volvió la mirada hacia mí. Yo no sabía que hacer. Nunca sé exactamente qué hacer cuando presiento que otra persona está esperando algo de mí. Me daba la sensación de que mi vecina, esperaba algo, algún gesto. El único gesto que se me ocurrió fue encogerme de hombros, y es que no tenía la menor idea de cómo reaccionaría ella si sonreía o si le hacía señas como para que nos encontráramos abajo, en el pórtico. Ella sonrió, se dio la vuelta y siguió con su actividad. Yo permanecí inmóvil viéndola hacer. Tenía el pelo lacio y la sonrisa desbordante. Le hice señas. Me sentí un imbécil. Buscaba la mirada de ella pero la blonda ponía toda su atención a la comida. Entré a la sala y busqué en la cajonera del mueble de la entrada una linterna para hacerle señales, para que me viera, fue una ridiculez no planificada sino mas bien impulsiva-inconciente. Pero cuando salí nuevamente al balcón, ella había cerrado las cortinas. Me sentí un imbécil nuevamente. Si me hubiera quedado y no hubiera salido corriendo me hubiera visto y hubiera podido hacerle señas para que bajara a la calle, no sé para qué, pero eso era cuestión de averiguarlo cuando la tuviera frente a mí.

El domingo amanecí cruzado en la cama. Lo único positivo del domingo fue eso, haber tenido la cama toda para mí y dormir atravesado, tuve esa sensación de que me había jugado la única ficha de satisfacción ni bien empezado el día y no me quedaba resto para otro momento. Corrí las cortinas y el sol me encandiló, pero enfrente, si, la ventana de enfrente estaba abierta y mi vecina estaba allí tomando una taza de café. Golpeé el vidrio para llamar su atención, para hacerle señas que no se fuera, quise abrir el ventanal y me quedé con el postigo en la mano, porquería. Patinando en medias corrí hasta la sala, abrí el ventanal y salí al balcón. No quería parecer desesperado, así que simulé una salida casual, matinal, me estiré y forcé un bostezo. La miré y fingí sorprenderme. Ella se rió.

-Hola –dije.

-Hola, ¿qué hay? –me dijo con acento español, absolutamente seductor. No paraba de reirse.

-Nada… Eh, nada creo… Va a ser un domingo soleado ¿no? –yo no tenía la menor idea de que estaba haciendo, mucho menos cómo seguir.

-Si –me dijo simplemente, sonriendo. Miró hacia la calle. –¿Sabes? creo que sería mas decente que no salgas al balcón en interiores.

Miré mis piernas, estaban desnudas. Casi lentamente fui subiendo la vista y me di cuenta que había salido en calzoncillos. Entré a mi habitación, tomé un pantalón, se me cayó la ropa que Sofi había acomodado en el placard. Me lo puse al tiempo que caminaba, haciendo equilibrio mientras levantaba una pierna y luego la otra, me apoyé en el marco de la puerta para no caerme y salí nuevamente. No era una rubia de ensueños, era una rubia normal, agraciada y con rasgos distendidos. Siempre me pasa lo mismo. Tengo esos amores fugaces y repentinos. De esos amores que te sorprenden en el autobús, en el metro, en la esquina; amores anónimos que no saben lo que es ni siquiera la sutileza de decir “hola”, ni de un “adiós”, mucho menos un “te quiero”. Sofi solía decirme que yo era un romántico. Nunca supe si eso era bueno o malo, de hecho cuando se fue me dijo que se sintió asfixiada y fracasada porque sentía que ella jamás iba a poder amarme como yo la amaba. Eso es triste. Nos conocimos en un ascensor, en el departamento que yo alquilaba antes, éramos vecinos. No pude evitarlo, me enamoré de ella ni bien se abrió la puerta del ascensor; yo adicto a ese sentimiento voraz, apuré el paso y probablemente, como me dijo ella, la desbordé de emociones y sentimientos, me entregué por completo con locura y con la pasión que me caracterizan. Ella se dedicó a marcar los tiempos de la relación, como que fue mas cautelosa y me fue dando de a puchitos lo que yo había puesto de una sola vez y sin vacilar.

Cuando salí al balcón, la rubia se había ido.

-¡Mierda! –grite en el balcón.

No pude creer semejante suerte. Fui a la heladera, no había demasiado; no tenía hambre pero algo tenía que comer. Se me ocurrió bajar al negocio de la esquina y luego le preguntaría a Alfonso por la muchacha que cocina frente a mi balcón, si no la conocía bien podría averiguarme algo con su colega de enfrente.

Bajé por el ascensor y cuando pasé por la conserjería, el escritorio de Alfonso estaba vacío, claro, era domingo. Fui hasta la “Charcutería de Iván”, cosa extraña que le llamen charcutería a las fiambrerías, y mas extraño aún es que un español se llame Iván.

El negocio era casi un minimercado. Tenía una góndola que dividía perfectamente en dos el local. Rodeé la góndola por la derecha para llegar al mostrador que estaba al fondo, que no era muy largo tampoco. Me dejé tentar por un golpe de vista que me llevó hasta un frasco de pasta de mostaza para untar. Del otro lado se escuchó la risa de una mujer. Asomé la vista por entre los frascos y del otro lado vi a la rubia. El alma me volvió al cuerpo. “Ok, tranquilo” me dije a mí mismo. Caminé despacio, como buscando algo y volví sobre mis pasos rodeando nuevamente el escaparate. Llegué a la punta y cuando giré, mi rubia estaba abrazada a un hombre. Ambos reían por algún motivo, supongo que por amor. Me miraron y se disculparon. Ella pretendió no conocerme, no sorprenderse; yo actué igual, pero me jodió.

¿Y lo nuestro? Digo, lo que pasaba entre nosotros ¿Y esa ansiedad por encontrarnos en nuestras ventanas? ¿Cómo seguiría esta historia?

Dejé la mostaza al lado de un frasco de aceitunas que en la etiqueta decía “olivas”. Tomé el frasco y miré a la feliz pareja.

-Esto se llama “aceituna”, la planta es un olivo ¿Por qué le cambian el nombre a las cosas, eh? –dije absolutamente indignado.

Llegué a casa y todo estaba como lo había dejado cinco minutos antes. Encendí el audio y giré la bandeja antes de que empezara a sonar Sabina, porque hoy, Sabina era yo.

Empezó a sonar un disco que me había regalado Sofi, uno de Los Tipitos, “Sábados blancos”. Me tiré en el sofá. Tendría que haberle dado un beso a Merce. Tendría que haber amado menos a Sofi. Tendría que cerrar las cortinas de casa antes que se asome la rubia. Me levanté pero era tarde, ella estaba en la ventana con una taza que supongo era de café. La miré, ella me sonrió y levantó una mano saludándome. La miré fijo y dudé, y mientras la miraba comencé a abrazarme al desasosiego de mi soledad. Me di cuenta que no era tan malo como lo esperaba. Así que cerré la cortina y me dejé caer sobre el sillón, debajo mío quedó el control remoto del equipo de audio y sin querer cuando caí apreté uno de los botones, la bandeja giró y la casualidad hizo que Sabina empezara a cantar algo así como…


Algunas veces vuelo
y otras veces
me arrastro demasiado a ras del suelo,
algunas madrugadas me desvelo
y ando como un gato en celo
patrullando la ciudad
en busca de una gatita,
a esa hora maldita
en que los bares a punto están de cerrar,
cuando el alma necesita
un cuerpo que acariciar.
Algunas veces vivo
y otras veces
la vida se me va con lo que escribo;
algunas veces busco un adjetivo
inspirado y posesivo
que te arañe el corazón;
luego arrojo mi mensaje,
se lo lleva de equipaje
una botella…, al mar de tu incomprensión.
No quiero hacerte chantaje,
sólo quiero regalarte una canción.
Y algunas veces suelo recostar
mi cabeza en el hombro de la luna
y le hablo de esa amante inoportuna
que se llama soledad.
Algunas veces gano
y otras veces
pongo un circo y me crecen los enanos;
algunas veces doy con un gusano
en la fruta del manzano
prohibido del padre Adán;
o duermo y dejo la puerta
de mi habitación abierta
por si acaso se te ocurre regresar;
más raro fue aquel verano
que no paró de nevar.
Y algunas veces suelo recostar
mi cabeza en el hombro de la luna
y le hablo de esa amante inoportuna
que se llama soledad.


Davo///

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