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jueves, 24 de diciembre de 2009

El Hombre Araña - Un cuento de Navidad

Ser un superhéroe no debe ser cosa fácil; es mas complicado que ser valiente y arriesgado, más bien es una cuestión de vocación y dentro de ella se encuentran los anteriores valores. Ese es el caso del Hombre Araña. Él era mi héroe preferido, mi ídolo; perfil bajo, apocado, bohemio, y siempre enamorado de su imposible Mary Jane. Solía quedar atontado mirando los dibujos animados de este personaje; ahora después de tantísimos años me doy cuenta que lo que me gustaba de él no era simplemente su capacidad de disparar telas de araña de las muñecas, ni la lucha contra el crimen para derrotar al Doctor Octopus o a Veneno o al mismísimo y aterrador Duende Verde, sino la manera que tenía de trepar y saltar de un edificio a otro y desde allí mirar toda la ciudad. Yo nunca tuve vocación de héroe, así que lo que me identificaba con él era mas bien el deseo de sus cualidades, de querer trepar por la noche hasta la azotea de un edificio allá en lo alto y dominar desde allí toda la visual.

Ser padre debe ser algo muy similar a ser un superhéroe.

Las navidades las recuerdo como pequeños momentos de ilusión. Yo siempre recibía regalos, pero la navidad era distinta porque creía que algún día iba a poder ver al singular hombre gordo de barba blanca. En mi cabeza de niño me parecía absolutamente posible que existiera, y de hecho me era imprescindible creer en él. ¿Pero cómo hacía para recorrer el mundo entero repartiendo regalos en una misma noche? “Cómo” no me importaba demasiado, lo que importaba realmente es que este “Papá Noel” era un ser mágico que podía traernos cualquier regalo que pidiéramos sólo a sabiendas de que habíamos sido buenas personas, buenos niños, que habíamos estudiado, que no hacíamos maldades.

La primera navidad que recuerdo, debe ser de cuando tenía unos seis años o siete. Había estado diciéndole a papá, desde hacía tiempo, que quería un muñeco del Hombre Araña, mi héroe. Donde vivíamos era un tanto difícil conseguir algo así, pero Papá Noel todo lo podía ¿no? Él me respondió que no existía tal cosa y que difícilmente podía traérmelo. Estaba queriendo torcerme el brazo, estaba queriendo convencerme de algo que no era cierto, yo lo había visto con mis propios ojos en una juguetería del barrio, además, a quién se le podía ocurrir que el Hombre Araña no existiera, sólo a papá. Insistí lo suficiente (recordemos que tenía seis o siete años, edad en la cual la persistencia de los niños tuerce las voluntades de los padres, y también la paciencia). Con un amigo de él salimos los tres hasta la juguetería del barrio, que no era más que un kiosco con tablas de madera en la calle y juguetes desparramados sobre ellas. Papá abrió la puerta del coche de Rubén y yo descendí desde atrás con la vista puesta en el codiciado muñeco. Antes de llegar yo sabía donde estaba ubicado, así que no tenía que buscar demasiado, como bajé me dirigí directo hacia él que colgaba de un gancho en la puerta. Se lo señalé con mi pequeño dedo índice, con inmensa y pura alegría, sin querer demostrar, como sí hacemos los grandes, que tenía razón, que el hombre araña existía, su muñeco también y que colgaba a escasos centímetros de mi cabeza. Creo que papá miró a Rubén y se sonrió. Entró al negocio y en unos pocos minutos de haber entrado volvió a salir. Algo estaba mal, creo que su cara de desilusión fue peor que la mía. Insistí, le dije que lo quería, que me lo comprara, pero me dijo que no podía. Volví llorando como un marrano, incansable, lagrima tras lagrima y con moco en los puños. Seguramente Papá Noel, iba a poder, él sí iba a poder, él era la única alternativa e ilusión que me quedaba para hacerme del muñeco.

Ya de vuelta en casa, el árbol de navidad no tenía señales de esperanza, no había regalos aún. La incertidumbre infantil y el mal humor me carcomían, no me quería despegar del árbol. Iba hasta la puerta, salía a la calle desesperado para ver si lo veía por los techos de mi casa o de la de los vecinos, pero nada, este buen hombre no aparecía. Salí al patio del viejo dúplex y me asomé a una puerta que daba a un centro de manzana, miré por el ojo de la cerradura pero estaba todo oscuro. Volví corriendo para ir al comedor de la casa, pero la puerta del patio estaba cerrada. Empecé a golpear con desesperación, ¿Quién había trancado la puerta? Gritaba para que me abrieran. La puerta se abrió y mi abuela estaba detrás de ella.

-¡Te lo perdiste! –me dijo con entusiasmo creíble.

-Nooooo… -dije mientras corría.

Me detuve al pie del árbol navideño. Había muchos regalos. Los relojeé uno por uno, calculaba el tamaño, no los podía tocar, estaba prohibido tocarlos hasta las cero horas sino corría el riesgo de que el año próximo éste Papá Noel despechado no me trajera regalos.

Las horas no pasaban, era una tortura. Desde la mesa observaba el pie del árbol. Papá no estaba distendido, en su mirada había un hilo de tensión disimulada. Los demás, mi familia, estaban cada uno en la suya sin reparar en mi sufrimiento, en mi fastidio. Hablaban de cosas tan banales y de tan poca importancia que me daba más bronca todavía, a quien le importaba Maradona, ni el gobierno militar, ni nada por el estilo. Esa tarde el Duende Verde se le había escapado nuevamente al Hombre Araña y Peter Parker moría de miedo por decirle a Mary Jane que la amaba; que estaba en la juguetería del barrio colgando de una piola era importante; pero nadie hablaba de eso, nadie me explicaba de donde venía Papá Noel y por qué podía llegar a todos lados antes de las doce de la noche.

Viví esas pocas horas segundo a segundo con ansiedad desmedida. Cada vez que me mordía las uñas miraba de rabo de ojo siempre hacia el árbol navideño. Mi abuela decía que si me comía las uñas, se me iba a hacer un agujero en el estomago.

Llegaron las doce y salí disparado. Afuera el cielo tronaba de explosiones y se llenaba de luces con los fuegos artificiales, a mí lo único que me importaba era mi Hombre Araña, no había nada mas importante.

Papá empezó a separar los regalos y demoró el mío con razón oportuna. Era una caja grande, muy grande y salvo que estuviera el Hombre Araña real, ese regalo no era el mío. Miré a papá con desconfianza, el me miró con temor expectante. Destrocé el papel y la caja tenía la foto de una gran pista de autos, insisto, una gran pista de autos. Ese regalo no era mío. Casi con el razonamiento de un adulto, y con falsa alegría lo desempaqué y lo armé con mi viejo. Los dos pusimos una voluntad de hierro, yo con mis escasos seis añitos y él con la desilusión de sus treinta y cinco.

Creo que son cosas que nos marcan a padres e hijos por igual. Es la primera Navidad que recuerdo y hasta tengo la viva imagen de todo lo que sucedió esa noche. Dejó definitivamente una marca para ambos que quizá se volvió una cuenta pendiente; uno de esos asuntos, recuerdos, que no conviene remover mucho, de los cuales es mejor no hablar pero que dejan huella sin darnos cuenta y que días como hoy, como esta Navidad de treinta años después, al pasar la mano por la piel, se puede sentir esa pequeña cicatriz.

Treinta años después, llegaron las doce. La ilusión de un hombre mágico, barbudo, no está (¿o sí?); mi papá tampoco está, sólo hay un manojo de recuerdos, de sueños llenos de infancia que despiertan una sensible nostalgia y que son un puente asombroso entre el hoy y el ayer; tan asombroso como viajar a través del tiempo en un abrir y cerrar de ojos. Treinta años después el cielo tronó en estallidos y se volvió a iluminar con fuegos artificiales. La ansiedad por correr hacia los regalos estaba ausente desde hacía mucho tiempo. Levantamos las copas, brindamos, nos abrazamos, creo que cada uno en su cabeza también hizo un viaje al pasado y recordó su propia navidad (aquella que los marcó como a mí). Cada uno deseó con amor, más que con sinceridad, lo mejor para el otro. Hay otras alegrías hoy, muchas otras, porque el presente, el hoy, llena los espacios vacíos del ayer, eso es lo que nos hace felices; porque de esa manera, no hay ausencias, sólo recuerdos.

Relojeé el árbol mientras nos saludábamos y nos besábamos, había muchos regalos. Tres de ellos tenían mi nombre de manera bien visible. Nos acercamos y cada uno abrió el suyo. Yo con impaciencia destrocé uno a uno el papel que los envolvía. La camisa, perfecta, oportuna y necesaria para ir a trabajar. El segundo regalo era mas informal, una remera que me lucía bien, me gusta el blanco. El tercer regalo, era un paquete grande. Se me presentó la contradicción de querer abrirlo sin que pasara más tiempo, y la de no querer abrirlo para seguir saboreando esa ansiedad alegre y llena de ilusión. Sonreí, como un niño, como hace treinta años. De entre los destrozos de papel asomó un gran Hombre Araña que compré esa misma tarde. Mi familia me miraba un tanto sorprendida y sin entender. Yo entendía que habíamos vencido la gran conspiración de la desilusión y que ya no había cuentas pendientes entre papá y yo, este era un regalo para los dos. Me dije “Feliz Navidad”.



El Davo///

2 comentarios:

Caro dijo...

Me emocioné... Gracias!

Davo dijo...

Que tengas tu emoción disponible habla muy bien de vos.
Un abrazo.

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