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sábado, 12 de diciembre de 2009

El último día

Juan se puso a esperar. Sabía que más tarde o más temprano este día llegaría. Saber que la muerte es un paso inevitable en la vida, es un conocimiento vago que se aloja en nuestro inconciente casi como defendiéndonos del miedo, no se si es por miedo a la muerte, quizá es el miedo a vivir. Vivir es el compromiso más grande que tenemos con nosotros mismos.

 


“¿Qué harías si hoy fuera el último día de tu vida?” es una pregunta que había escuchado infinidad de veces sin darse cuenta de lo que se esconde detrás de ella; no me refiero a una respuesta concreta, sino a la cantidad de reflexiones a la que puede llevar. Lo primero que se dijo Juan, cuando pensó en ello, fue “tengo muchas deudas pendientes conmigo mismo” y lo hizo sin siquiera detenerse a repasar cuales eran esas deudas, quizá fue simplemente una expresión que satisfizo la inquietud momentánea para no adentrarse en pensamientos más profundos.

Los médicos habían dicho que sucedería de un momento a otro pero a él, con el cuerpo abatido, débil y cansado, se le había antojado que sucediera ese día con la certeza que se tiene ante las cosas inevitables. Desde hacía algunas semanas venía ordenando sus cosas, la vida que dejaría. Los abogados se habían ocupado de todos los asuntos legales, hasta el más mínimo detalle. Osvaldo, un amigo de la infancia, una especie de alter ego suyo, lo acompañaba en la chacra de Lobos desde hacía diez días sin moverse de su lado como había sido durante toda la vida. Era una amistad sin malos entendidos, sin palabras a medias, sin interpretaciones, era abierta, franca, comprometida y honesta. Osvaldo fue quien habló con la ex esposa de Juan para que supiera lo delicado de la salud de su amigo y también se ocupó pertinentemente para evitar encuentros indeseados. Ella rehizo su vida fácil y rápidamente, Juan, de los dos, era el que había perdido. El amor, pensaba él, definitivamente era una guerra con vencedores y vencidos.

También habló con los hijos, Eduardo, el mayor, el que se animó a llevar adelante el negocio que había creado su padre; y con Juan Manuel, rebelde, fresco, desvergonzado. Este último, era una gran cuenta pendiente para Juan, su amigo lo sabía muy bien. Juan Manuel estaba viviendo en Orthez, un pueblo en los pirineos franceses. Se dedicaba a pintar obras que supuestamente vendía y de las cuales vivía, pero la realidad era que su hermano le enviaba dinero constantemente para que pudiera vivir con cierta dignidad. Ni bien supo que la salud de su padre lo llevaría pronto a la muerte, dejó todo y emprendió el viaje de regreso.

-¿Vos crees que va a llegar? –preguntó Juan a su amigo.

-¿Vos lo vas a esperar? –contestó Osvaldo sin quitar la vista de un fresno que dividía el horizonte en dos.

Juan tenía aún la bata puesta. Desayunaban en la galería del viejo casco de la chacra. Osvaldo sabía que Juan estaba esperando ver levantarse la polvareda en el camino de tierra que venía desde la ruta, anunciando la llegada de Juan Manuel.

Carmen, la doméstica, se acercó y levantó los servicios de la mesa. Ella también estaba triste. Su jefe era un buen hombre. Había trabajado para él toda su vida, desde pequeña. Alguna vez le había dicho que si hubiera podido elegir un padre, lo hubiera elegido a él.

-Lo decís por mi dinero… Yo también te quiero, Carmen, pero a mi modo.

-Claro señor, en su vida las cosas siempre han sido a su modo –le retrucó con una sonrisa amarga.

Después del desayuno, Juan puso al tanto a su amigo de cómo serían las cosas después de su muerte y también le pidió que se mantuviera alejado de la familia salvo que ellos lo buscaran. Las cosas que iban a venir no serían buenas, lo imaginaba, y no quería que la memoria y el honor de la inmensa amistad que los unía se vieran manchadas por ambiciones personales ni rencores. Osvaldo lo escuchaba atentamente y se sorprendía porque su amigo hablaba como si saliera de viaje por unos días. Estaba junto al hombre depositario de los más íntimos secretos, de los sentimientos más profundos, de las elecciones más estrechas, del hombre que dentro de unas horas no volvería a ver. Su amigo estaba en el umbral de la muerte, esa muerte latente y cercana, esa nada inminente, ese miedo al después. Se sentía agobiado pero contradictoriamente lleno de vida.

-Estoy triste hermano –lo interrumpió Osvaldo.

-Yo también, Nino –Juan le decía Nino, sólo en momentos de extrema vulnerabilidad.

-Si, pero vos te vas, yo me quedo acá con tu ausencia.

-Y yo me llevo muchas ausencias. Las ausencias que yo mismo cree por… Viejo, por terco, por… -la voz se le entrecortó, Osvaldo miró para otro lado, era un código de respeto entre amigos.

-Sos un viejo lindo.

-Ah, resultaste marica nomás, yo te lo vengo diciendo desde la primaria –le contestó sonriendo Juan mientras se secaba una lagrima.

-Si, marica, claro.

-¿Te acordás de Natalia?

-Que viejo “corazón fácil” fuiste siempre –Osvaldo soltó una carcajada corta-, yo no se como te aguantó tanto tu mujer.

-Mirá, si hay algo de lo que no me arrepiento es de haber amado tanto a las mujeres, las amé a todas. Pueden reclamarme cualquier cosa, pero no que no las haya amado.

En ese momento, a lo lejos, se oyó el motor de un automóvil en la ruta, los dos estiraron el cuello para mirar, pero la polvareda no se levantó. Los dos se pusieron tensos. Osvaldo quería disimular, quiso retomar la conversación pero fue imposible. Juan hizo una mueca de desilusión. Juan Manuel siempre llegaba tarde a todos lados. Ante la vista de su padre siempre fue un descomprometido, y tanta carga le puso que terminó siendo lo que Juan quería que fuera. Ahora ante una muerte que acechaba a cada minuto, volvía a querer tener razón. Prácticamente disfrutaba -pagando precios altísimos- cada vez que Juan Manuel demostraba que su padre tenía razón. Tan terco resultaba ser, y tan egoísta a la vez, que estaba dispuesto a morirse sin ver a su hijo sólo para que éste se diera cuenta que había llegado tarde y que siempre sería igual. Su estado de indispensable soledad era lo que lo acercaba a ser una persona egoísta, por no brindarse, por no confiar, por esa falta de lo que tanto le reclamaba a su hijo, “compromiso”.

Osvaldo se puso de pie, rodeó la mesa por detrás de Juan y empujó la silla de ruedas hasta quedar cerca del mosquitero que como vista tenía una inmensa panorámica del campo. Acercó un sillón de mimbre y se sentó junto a su amigo.

-Por qué no llamás...

-De acá no me voy a mover, Juan –lo interrumpió Osvaldo.

-Me voy a apagar, y quizá no sea bueno que estés.

-No te voy a dejar solo, hermano.

-Pero me voy a ir solo, Nino. La muerte, ahora que la veo de cerca, es un acto solitario en la vida. Es tan solitario como venir al mundo. Pueden sostener mi mano los seres amados de mi vida, pero me voy solo.

-La soledad, la que construiste a tu alrededor, ha sido una elección y yo siempre la respeté, pero hasta hoy. No pienso irme a ningún lado.

Se hizo una pausa. Los dos tenían la vista puesta en el viejo camino de tierra.

-Fue reconfortante siempre tenerte al lado mío. En vos siempre vi el vivo reflejo de lo que yo nunca alcanzaría ser. Y era reconfortante por eso, porque me sostenías en la posibilidad de sentirme cerca de lo que no fui, de ser vos, más allá de mí mismo.

-A mí me pasó siempre lo mismo.

-Estoy cansado, che.

Se lo veía cansado y demacrado. Había bajado muchos kilos y se le notaba en la cara. Las ojeras se abultaban debajo de los ojos. Osvaldo se llenaba de las últimas imágenes que no eran las mejores y comprendía que era el precio que debía pagar por amar tanto a su amigo. Por dentro rogaba que Juan Manuel llegara pronto porque quizá ese era el último y el más valioso de los aprendizajes que se llevaría Juan. Le costaba imaginar lo difícil que podía resultar ser hijo de un hombre así, no era nada fácil construir una vida sabiendo que se debía construir sobre los cimientos de la vida de este hombre inmenso. Pero él había elegido lo correcto, que fue construir a su lado, como amigo; sin querer cambiarlo, sólo aceptándolo.

Se volvió a oír un automóvil y esta vez la polvareda comenzó a levantarse desde la ruta avanzando hacia la chacra escoltando espectralmente al vehículo que venía por el camino de tierra. Se detuvo a unos metros de la casa y de él bajaron ambos hermanos, Eduardo y Juan Manuel, que avanzaban a paso rápido hacia donde estaba sentado su padre.

-Viejo… -susurró Juan Manuel con la voz entrecortada y tomándolo de la mano.

-Sabía que ibas a llegar. En el fondo, sabía que ibas a llegar -la voz de Juan era un suspiro.

El padre miró a sus dos hijos y una mueca dibujo una sonrisa luminosa. Osvaldo hizo lo posible por contener el llanto pero no pudo y se alejó un poco para no apropiarse de ese momento íntimo. Vio como su amigo se llenó las manos con las manos de sus hijos, de confianza en el último instante, se llenó de amor nuevamente como si fuera un renacer, se llenó de soledad y se apagó lentamente en la quietud de una mañana soleada.



El Davo///

1 comentario:

ROma dijo...

GUau...

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