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miércoles, 24 de junio de 2009

Mar de Sombras

Mar de Sombras era un pueblo tranquilo hasta el episodio, aquella noche de agosto, en que el cuerpo de Doña Eugenia Burgos apareció sin vida. Era un poblado pequeño a orillas del mar, abandonado de la mano de Dios, donde el tiempo se había detenido como una maldición. Que el tiempo se detuviera significaba que nada sucedía, ni la muerte. No se conocía forastero alguno en toda su existencia y ya nadie recordaba como es que habían llegado allí los habitantes, sólo sabían que eran de aquel pueblo desde el principio de los tiempos. No había en ese maldito lugar mas de diez o doce casas. El mundo, en su completa existencia se había olvidado de ellos. Pero aquel día de agosto, el tiempo volvió a correr para los sombríos, y con él, la vida y la muerte.

La noche comenzaba a caer pesadamente desde el firmamento; oscura, fría, húmeda, negra, muy negra. En la única taberna del pueblo, los parroquianos, en su mayoría pescadores, se agolparon según caían las ultimas horas de la tarde. El silencio ensordecía el salón. No había mas de seis o siete personas. Don Cándido Luro estaba como siempre detrás de la barra con la mirada puesta en el infinito imaginario del salón, donde sólo había lugar para unas diez mesas. La imagen de los parroquianos era umbría en aquella taberna, lo cual le daba un aspecto lúgubre al lugar. Como un rayo que descerrajaba la tierra, entró el pequeño Matías Palacios corriendo como si el Diablo lo persiguiera. La quietud de la taberna se vio quebrantada por la irrupción del niño. “Doña Eugenia... Doña Eugenia Burgos” decía con la voz entrecortada y sin aliento. “Este no es lugar para ti muchacho. ¿Qué pasa? Di que sucede y lárgate ya” inquirió Cándido. En la pálida cara del muchacho se desdibujó la fatiga, y una expresión dura apareció en su rostro. “Mierda... Doña Eugenia Burgos apareció muerta. Tiesa como una roca. Fría como el mar. ¡Muerta, completamente muerta!”. Todos giraron hacia donde estaba el muchacho para mirarlo. Cándido Luro alzó la mirada muy discretamente para ver la reacción de los parroquianos que allí se encontraban y en medio de la oscuridad pudo apenas divisar las miradas que como puñales se clavaban en el muchacho. Se volvió a Matías y lo hizo sentarse en un taburete junto a la barra. Le sirvió un vaso de agua y le explicó que lo único muerto en ese maldito pueblo era el tiempo y, por lo tanto, nada ni nadie más podía morirse; desde el principio de los tiempos ese pueblo había quedado condenado a vivir sin vida y sin muerte, jamás había llegado ningún visitante al pueblo porque los caminos que llegaban a él habían sido borrados de todos los mapas del mundo; el mar no llegaba a ninguna parte. Quienes alguna vez creyeron que podían surcar el océano en busca de otros pueblos en los que el tiempo existía, habían vuelto resignados a la cruel verdad de estar confinados a vivir en ese lugar sin existencia.

“¡Les digo que la vieja esta muerta, carajo!” dijo arrojando el vaso de agua y mirando a todos en el pequeño salón mientras el vidrio estallaba en mil pedazos contra el piso, mojando la seca y crujiente madera. Esta vez, Don Cándido Luro observó el salón buscando la mirada de los allí presentes sin ningún tipo de discreción. Matías Palacios le siguió la vista a Don Cándido. “Está en la plaza. Atada al ceibo de los mil años”. Un ruido sordo se oyó cuando la cabeza del muchachito golpeó la madera del piso.

Antes de romper el día una barca zarpó del pequeño amarradero de los pescadores. Sobre la cubierta del pesquero una lona dibujaba pliegues que cubrían dos largos bultos. La tenue luz de un incipiente amanecer, alumbraba tímidamente la barcaza que surcaba la mar rompiendo las pequeñas olas, ladeándose suavemente de manera casi imperceptible. El viejo timonel emprendió la corta travesía completamente solo. Desde la cabina podía divisar, a lo lejos, una boya que flotaba en la fría soledad del mar. Al acercarse escuchó el tintinear de la campana ubicada en la boya. Se detuvo junto a ella y se dio cuenta que el frío viento soplaba aún habiendo detenido el pingüé. Por mas que el amanecer fuera claro y no acusara la llegada de mal tiempo, el olor que percibía en el viento anunciaba una fuerte tormenta; debía apresurarse y volver al muelle para que no lo sorprendiera en aquel lugar. Corrió la lona y dos cuerpos, entre las sombras, quedaron descubiertos. Eran pesados. Los arrastró hasta la borda y los arrojó de uno por vez al mar.

Volvió rápidamente al muelle donde lo esperaban Cándido Luro y otros pescadores.

- Una roca atada a los pies los ha llevado hasta el fondo del mar. Los muertos están muertos, y el tiempo volvió a detenerse...- dijo el solitario navegante.
- Se equivoca Don Fulgor, Hortensio Ramos apareció muerto en el ceibo de los mil años - observó Cándido Luro.

Mientras Matías Palacios y Doña Eugenia Burgos yacían con una roca atada al tobillo quince metros debajo de la boya en el fondo del mar, el tiempo pareció volver a Mar de Sombras a cobrarse las vidas que durante años no se había llevado. La luz de la mañana sorprendió al pueblo sin un alma viva. El tiempo, se llevó hasta el ultimo de los sombríos. Se los llevó donde el tiempo habita, al fondo del mar.

Davo///

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