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martes, 18 de agosto de 2009

El cumpleaños

Creo que por fin entiendo eso de que los astros se alinean y el Universo conspira. Sólo hay que estar dispuesto a cambiar. No soy un tipo precisamente trágico, pero sí parco (¿será trágico eso?). No sufro las ansiedades como las sufren otros, porque honestamente no espero nada de nadie ni estoy esperando que algo suceda.
La vida me sorprende, la gente me sorprende, a veces me gusta como lo hacen y otras veces no me gusta, pero eso difícilmente me afecta, difícilmente me saca de mi eje de gravedad y de mi forma de ser paciente y tranquila. Esta forma de ser por momentos me aísla, y hace que no tenga demasiado para compartir, digamos que lo justo y necesario, no más. El problema es que cuanto mas me alejo ellos mas se acercan y pretenden caerme encima todo el tiempo, “ellos” son mi familia, mis amigos, mis colegas…

Sonó mi teléfono móvil, no sé por qué lo dejé encendido. Miré la hora, eran las nueve de la mañana.

-Diga –contesté queriendo disimular la voz de dormido.

-Feliz cumpleaños –me dijo una voz entusiasmada al otro lado.

-¿Qué día es hoy?

-Es tu cumpleaños boludo, 5 de marzo, estas en Buenos Aires, República Argentina… Estás en el Planeta Tierra –quiso bromear pero no le di tiempo.

Corté abruptamente, ni siquiera pregunté quién era. Salté de la cama, era mi cumpleaños, que desastre. Apagué el celular. Tenía que planear algo urgente. Encendí la notebook y apagué la centralita telefónica para que no entraran llamados, si tuviera un contestador lo hubiera encendido, es la primera vez que pienso en lo útil que hubiera sido tener uno. Busqué por Internet una empresa de catering que me preparara en el día un servicio para unas cien personas, creo que con eso estaría bien, encendí la centralita, llamé y volví a apagarla. No pensaba invitar a nadie, en realidad desde que tengo memoria jamás invité a nadie para un cumpleaños, es mas, jamás hice una fiesta de cumpleaños. Ya desde chico mis padres se encargaban de armar todo, yo jamás organicé un cumpleaños y creo que si fuera por mí jamás hubiera festejado uno. Pero bueno, la gente venía a saludar sin preguntarme si festejo o no y sin siquiera llamar para avisar, para ellos es una cita obligada cada año, yo ya me acostumbré.

Desde la notebook le envié un mail a mi secretaria diciéndole que hoy no iría por el consultorio y pidiéndole que cancele los turnos que había dado, por suerte no tenía ninguna cirugía programada.

Me metí a la ducha. Dejé que el agua caliente me diera en la nuca, quería estar bien relajado. Apoyé los brazos en la pared, agache la cabeza de modo tal que el chorro de agua me diera justo en la cervical, o por ahí mas o menos. “Que piernas flacas y peludas, tengo”, pensé. Miré fijamente la rejilla de la ducha que había quedado justo entre los dedos gordos de mis pies. Me dieron ganas de orinar, así que aflojé la vejiga y así como estaba oriné sin siquiera moverme. Era algo que no había hecho nunca, no es asqueroso, vivo solo, no molesto a nadie, y nadie mas usa mi ducha. Sonreí, me causó mucha gracia y me divirtió hacerlo, es algo que debería probar todo el mundo y que yo debería hacer mas seguido.

Le dije a Carmen –la criada- que se quedara porque la iba a necesitar. Junté coraje, encendí la centralita telefónica y le pedí a Carmen que atendiera y anotara en un cuaderno todas las llamadas; también le advertí que no me pasara ninguna llamada: “ninguna es ninguna, Carmen, así que no me preguntes”.

Guardé algunas cosas sueltas que por costumbre suelo dejar en la sala y en el comedor, como para que Carmen luego pudiera ordenar a su antojo, ella dejaría todo preparado para que los invitados se sintieran cómodos. Escuché que el teléfono sonó un par de veces, pero en ningún momento se me ocurrió ver quienes eran los que llamaban.

Llamé para reservar una suite en un hotel, no quería quedarme en casa hasta que ellos terminaran de festejar mi cumpleaños y mucho menos dormir sobre las sobras que dejarían esparcidas por todos lados. Carmen no protesta, sabe que le agradezco muy bien los servicios extras que me presta; es una mujer increíble, silenciosa, no pregunta nada, contesta con monosílabos y cuando no esta de acuerdo con algo recién ahí muestra su carácter; me cuida y yo cuido de ella. Se encargó de todo sin molestarme y sin consultarme nada, ella conocía mis amistades, así que podía delegarle todo este asunto sabiendo que se ocuparía con el mismo ojo que lo haría yo.

Salí de casa poco antes de mediodía. Preferí la moto, el día estaba claro, despejado, no hacía ese calor agobiante propio de esta época del año, era un día casi primaveral y sería un placer sentir el viento acariciándome la cara. Fui para el lado de costanera, paré en uno de esos carritos que venden sándwiches. Treinta años atrás, aproximadamente, en ese mismo lugar pescaba por última vez con mi abuelo, yo tenía apenas ocho años y había muchas cosas que no sabía por aquel entonces. No sabía que era la última vez que iba a pescar con él y que iba a ser el último sándwich de milanesa que me iba a hacer; no sabía que me iba a alejar tanto del niño que fui; no sabía que me iba a volver frívolo; no sabía que me iba a ver tan distinto cuando lo único que quería era ser como él; tampoco planeaba ir a reencontrarme con lo mejor de mí, mi infancia, para festejar.

-Abuelo –grité- ¿está bien así? ¿no se salen las lombrices?

-No, qué se van a salir –me dijo mientras me miraba de lejos.

Nos habíamos levantado temprano ese día. El se puso a cocinar temprano llenando la casa de olor a frito, mi abuela protestaba desde la cama. Yo estaba parado a su lado y observándolo mientras cortaba el pan y lo abría lentamente. Cortó el tomate en fetas y antes de ponerlo sobre el pan, mojó apenas la miga con aceite de oliva. Sobre el tomate puso las hojas de lechuga, sus manos grandes aplastaban sutilmente las hojas sin quebrarlas, sin dañarlas; por fín sacaba las milanesas del sartén y las colocaba sobre el frágil colchón de hojas verdes. Hundía un poco el pan, pero no demasiado, sino lo suficiente como para que la feta de carne rebosada se acomodara y no se moviera en todo el viaje. La pesca era una excusa, al menos lo era para mí. Yo quería sentarme a comer el sándwich al lado del abuelo, pero a fuerza de intenciones ocultas aprendí a pescar.

Lancé la caña, tan lejos como pude, lo cual era poco, pero el abuelo me lo festejaba para entusiasmarme; la apoyé en la baranda y fui junto a él. Me detuve a mirar sus movimientos encarnando el anzuelo. Me dio las llaves del auto, un Fiat 1500 modelo 1963, y me pidió que sacara las banquetas que estaban en el baúl, el momento estaba cerca. Fui corriendo hasta el coche, hoy pienso que el abuelo no tenía miedo ni de que perdiera las llaves ni de que las rompiera queriendo abrir el baúl, que fenómeno. Agarré las dos banquetas, me guardé las llaves en el bolsillo, y volví hasta nuestro lugar con las dos banquetas colgando del brazo. Eran de esas plegadizas, que se cierran y se abren tipo tijera con una lona que queda tirante y hace las veces de asiento.

-¿Las llaves? –me preguntó.

Metí la mano en el bolsillo, allí estaban, las saqué y estiré la mano hacia arriba para dárselas. El sol estaba por sobre su cabeza, no podía verle los ojos, sólo el contorno de la cara y mas arriba, allá en la altura inalcanzable de mi infancia, la boina que usaba siempre que íbamos a pescar.

Fue hasta el auto y del baúl sacó una heladera de camping. Esa heladera tenía todas las cosas prohibidas, prohibidas para él que debía seguir firmemente una dieta baja en sodio pero que no respetaba.

-Ayudame que no puedo solo –me dijo desde lejos, sólo con la intención de hacerme cómplice, no estaba pesada. Salí disparado a sujetar uno de los lados de la manija.

Infaltable dentro de la heladera una Mountain Diew y una Tab. Sacó ambas botellas y sirvió gaseosa en dos vasos. También saco una picada de fiambre que había preparado a escondidas para que mi abuela no le dijera nada; una bolsa de pan fresco y abundante, como el abuelo, acompañó las delicias chacinadas. Esos eran momentos de ansiedad, yo ya había perdido de vista mi caña, no tenía idea de si había picado o no y tampoco era importante eso, lo importante estaba por venir.

-Tengo hambre, Abu.

-Pero si acabamos de comer la picadita, dejate de joder. Fijate que se esta moviendo la caña, mirá, dale, corré.

No me interesaba la caña, ni la pesca, pero tenía que disimular. Salí corriendo y recogí el carrete. Hacía como me había enseñado él, me estaba mirando, así que siempre estaba a prueba. Daba una vuelta de carrete y suavemente tiraba con la caña hacia mí, esto era para que la presa no se soltara –me había explicado oportunamente-. Cuando el anzuelo asomó por sobre la baranda, estaba vacío, si, vacío. Así que volví a tirar la caña nuevamente y regresé a mi lugar.

El abuelo había preparado dos tablas con sendos sándwiches de milanesa en cada uno. Ponía dos conitos casi como adornando los lados de las tablas, uno de mayonesa y otro de mostaza. Un cuchillo sin filo servía para untar el sabroso pan que ya olía de lejos a oliva. Tomé mi banqueta y la acerqué a la del abuelo, bien cerca, casi pegadas, y miramos al río mientras comimos. Éramos dos hombres compartiendo un ritual, compartiendo en silencio nuestros sueños y preocupaciones.

-¿Me vas a enseñar a hacer estos sándwiches, Abu?

-No, vos los vas a hacer mejor que yo, ya vas a encontrar la manera de mejorarlos.

-¿Y cuando yo haga los sándwiches vamos a venir a pescar acá?

-Mas te vale mococito, mas te vale que traigas a tu abuelo a pescar acá y le cocines como hice siempre yo, pero no hay que decirle nada a la abuela…

-No, abu, ya sé…

Nos quedamos mirando el horizonte, ese horizonte lejano del tiempo, de dos generaciones tan distintas y desencontradas pero sostenidas por estos mágicos y milagrosos encuentros que duraron lo que dura la primavera de la vida. Puta, era tan simple, pero tan simple como sentarse a comer un sándwich con el abuelo.

Creo que me emocioné, creo que lloré.

Volví a casa, la fiesta estuvo bien, me divertí y decidí vivirla de otra manera, es decir vivirla. Preferí quedarme y dormir allí a pesar del desorden y el nivel de destrucción en el que había quedado mi hogar, pero bueno, valió la pena, sentí que había recobrado alguna parte de mi vida emocional; de la casa se encargaría Carmen, era sábado y no había apuros. No dormí demasiado, me levanté temprano y salí, esta vez con el coche porque quería cargar cosas en el baúl, en la moto no podía llevar la heladera y la caja de pesca.

Hace años que no pesco, pero no importa, porque pescar es sólo una excusa. Estoy mirando el mismo horizonte que miraba con mi abuelo hace unos treinta años atrás, los sándwiches son míos, no son como los de él pero ya le estoy encontrando la vuelta, los voy a mejorar, porque todo puede mejorar.


Davo///

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