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martes, 15 de septiembre de 2009

Creer

Me desperté temprano, estaba ansioso. En realidad, estaba ansioso y además tenía miedo. Estaba ansioso, tenía miedo y estaba nervioso ¿si? A mi lado Laura seguía durmiendo, parecía sonreír. Me destapé despacio, como para no despertarla, y bajé un pie tanteando el piso, buscando las pantuflas. Sin hacer mucho ruido, salí de la habitación.


Me asomé al cuarto de los chicos, y nuestros mellizos, Agustina y Tomás, dormían todavía. Bajé a la cocina y por la ventana, que se encuentra justo sobre la mesada, entraba el resplandor del sol de manera tal que anunciaba una jornada brillante, cálida. La escena parece la de una familia feliz, de esas de película, y así es, porque así hemos elegido vivir nuestra vida. Preparé el desayuno; hice unas tostadas, café y calenté agua para unos mates en la cama con Laura. Fue imposible convencer a los chicos de que desayunaran en su cuarto, así que la familia había tomado por asalto la gran cama matrimonial; allí estábamos, todos juntos. ¿Existen los sábados perfectos? No sé, pero en ese momento me sentí un hombre pleno y feliz, ese era mi universo y funcionaba a la perfección, porque soy un padre orgulloso y no sólo eso, sino que soy un esposo orgulloso de la mujer que tengo. No siempre fue así, hubo bajones, hubo épocas duras, una infancia con demasiadas verdades, con demasiada crudeza, una infancia empapada en realidades que no me fueron ajenas y que me moldearon precozmente a una madurez que debería haberse demorado. Cuando empecé a darme cuenta del poder que ejerzo sobre mi vida, aprendí a diseñarla, a diseñarme, a construir lo que tanto anhelé cuando lo que escaseaba era el disfrute. Con Laura nos animamos a soñar, y en ese sueño veíamos lo que hoy es una realidad, nuestro hogar, nuestros hijos, este desayuno en la cama y nada más ¿para qué más?

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Aquella misma mañana, Daiana amaneció en malas condiciones, sus signos vitales eran débiles y desmejoraba rápidamente. Había llegado un par de semanas atrás desde Chaco trasladada de urgencia para ser internada aquí en Buenos Aires, donde los especialistas pudieran hacer algo más que lo que habían hecho en su provincia natal. Padecía una insuficiencia renal severa que estaba haciendo estragos en su cuerpo. Su enfermedad se había manifestado a temprana edad. Era muy común que la nena tuviera infecciones urinarias; entonces la medicaban y el cuadro desaparecía, pero, cada vez que la insuficiencia en los riñones reincidía, lo hacía con más agresividad. Según habían explicado los médicos “sus órganos renales habían disminuido la capacidad de filtrar el liquido del cuerpo apropiadamente, cosa que producía el incremento de residuos y sustancias tóxicas en la sangre”. Se la diagnosticó a tiempo pero el tratamiento que le habían suministrado no fue lo suficientemente efectivo como para disminuir el fallo en los riñones. Ya no respondía a los medicamentos y en los últimos días el deterioro era tal que no se podía hablar ni siquiera de un transplante. Daiana tenía ocho años y muchos amigos, una infancia en un pueblito lejano de la provincia de Chaco, un papá Antonio y una mamá Carmen que la miraban con impotencia parados junto a una cama de hospital. Esa mañana, abrió los ojos por un ratito y Carmen se permitió varias esperanzas.

-Dai, estamos acá. Papá y mamá están acá –decía Carmen mientras le sostenía la mano.

Antonio tenía rasgos duros. Las manos resecas, curtidas. El pelo grueso y crespo. Definitivamente era un hombre del interior.

-Está inconciente, no te va a escuchar, Negra…
-El médico…-la voz de Carmen se entrecortó, pero enseguida se repuso- Dijo que quizá a pesar de estar inconciente escucha… Decile algo, te va a oír.

Antonio salió de la habitación tomándose el rostro con ambas manos, hundido en un llanto insonoro.


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Estábamos en el quincho a punto de almorzar, cuando Sergio me telefoneó al celular.

-Hola, Sergio ¿Cómo estás? –pregunté cuando atendí.
-Bien, querido ¿Cómo estamos para hoy? Va a ser una gran jornada. ¿Te parece que nos encontremos en la puerta de la escuela a eso de las tres de la tarde? Ya hablé con los demás y les pareció bien.
-Sí, me parece bárbaro, porque almuerzo acá con los chicos y salgo para allá.
-Ok… Che, no te vengas con la camioneta, si querés te paso a buscar con el auto. Además si todos vamos con vehículo vamos a tardar más buscando estacionamiento que con la actividad, ¿no te parece?
-Tenés razón me parece bien. Te espero por acá tipo dos y media.

Corté el teléfono y me senté a la mesa. Tomás me preguntó quién me había llamado y a donde iba a ir, le dije que era muy chico todavía para exigirme explicaciones. Sonreí, él me miró seriamente pero al final sonrió.

Escuché a Laura que decía algo mientras salía por la puerta de atrás. Verla me sorprendió, me refiero a que me costó reconocerla, me olvidé que era mi esposa y la madre de mis hijos y la miré en su más pura y profunda esencia, como mujer. Me gustaba, Laura me gustaba. Llevaba unos pantalones cortos de color blanco y una remera anudada por delante, justo por sobre su ombligo. No dije nada, me deleité viéndola caminar hacia mí.

-Lau, ¿te puedo decir algo?
-No, porque están los chicos –dijo adivinándome y dejando escapar una sonrisa que me resultó sensual.

Tomás y Agustina se echaron a reír. Habían entendido a medias, quizá eran muy chicos para darse cuenta exactamente de lo que sucedía, pero sabían que algo sucedía entre papá y mamá y esa complicidad que se veía entre nosotros, esa sociedad los ponía felices.

Terminamos de almorzar y mientras los chicos jugaban en el parque de casa, Laura y yo nos tomamos un café. Recordamos que habíamos elegido esa casa, justamente porque queríamos que el día que tuviéramos hijos, ellos tuvieran su espacio para jugar y un contacto con la naturaleza que les brindara un crecimiento sano, sin tanto ruido a ciudad, ni tanto smog de los vehículos; queríamos que los chicos crecieran con ciertas libertades.

-¿Qué van a hacer? –me preguntó Laura.
-Sergio tuvo una idea genial y la planteó en la reunión de cooperadora de la semana pasada.
-Ese Sergio está loco, a mí me hubiera dado miedo ponerme en manos de una idea de él.
-Puede ser. Pero planteó algo lógico. Dijo que sentir que formábamos parte de un equipo podía mejorar los resultados. Contó que en la empresa donde trabaja mandaron a todos los gerentes a hacer un curso y que había comprobado esto.
-¿Y entonces, que van a hacer para formar un equipo de trabajo?
-Explicaba que las experiencia interpersonales profundas alimentan el espíritu de equipo y que estaría bastante bien crear una entre nosotros, la comisión interna de la cooperadora. Vamos a ir a uno de los hospitales de niños, vestidos de payasos, a visitar chicos que estén internados –contesté con una sonrisa y orgulloso de lo que íbamos a hacer.
-Me parece genial –me dijo Laura con los ojos bien abiertos e iluminados-, se me ocurre que es una experiencia linda y muy noble.
-Sí, totalmente. Vamos a ver que resulta. Tengo ganas de implementarlo en la empresa.

Sergio me pasó a buscar puntualmente. Se había encargado de todo al detalle: disfraces, maquillaje, y hasta un CD de Gaby, Fofó y Miliki que sonaba estridente dentro del automóvil pero que me transportó a mi infancia y a la imagen de los tres payasos españoles que me alegraron más de una tarde con sus canciones y sus bromas. En la puerta del colegio estaban nuestros otros compañeros de aventura. Había mucho entusiasmo en el ambiente, parecíamos un grupo de adolescentes a punto de salir a un viaje de egresados. Norma, una de las mamás que integraban la comisión con nosotros, había escuchado la música que sonaba dentro del automóvil y empezó a cantar y a bailar “había una vez, un circo que alegraba siempre el corazón, lleno de color, un mundo de ilusión, pleno de alegría y emoción…”


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Junto a la cama de Daiana había un sillón blanco. En él estaban sentados Carmen y Antonio cuando el médico de guardia entró. Colgando de la cama había una bolsa donde iba a parar el orín extraído por una sonda vesical. El médico, sin decir nada, la revisó. Le hizo otros chequeos de rutina, temperatura, presión arterial. Llamó a los padres afuera para hablar con ellos.

-La situación de Daiana es complicada –dijo muy seriamente.
-¿Qué quiere decir eso, Doctor? –preguntó Carmen.
-Eso quiere decir que no sabemos para qué tenemos que prepararnos. No tiene fiebre y eso es importante porque el riesgo más grande que corre es el de hacer alguna infección dado el cuadro renal complejo que la trajo hasta acá. Ergo, sus signos vitales son muy débiles. Los resultados del hemograma que le hicimos a primera hora de la mañana no son buenos…
-¿Por qué no son buenos? Si hay que donar sangre nosotros podemos donar, y puede venir mi familia… También le podemos decir a la gente del pueblo en el Chaco… -Carmen estaba comprensiblemente desesperada.
-Señora, que más quisiera yo que esto fuera tan simple como eso. Pero no lo es. Si en veinticuatro horas Daiana no responde y se estabiliza, tenemos que pensar en un coma farmacológico.

Antonio, no reaccionaba. Estaba presente, escuchaba la conversación pero su mente estaba mucho más allá de las palabras del médico y hasta de la mismísima desesperación de su esposa. Su mente reproducía imágenes del día que había nacido Daiana, de la alegría que sintió. Al tenerla en brazos, había empezado a creer ¿en qué?, pues en todo, había empezado a creer en todo. Antes de la llegada de su hija, él pensaba que no era bueno para nada, que su vida no significaba demasiado, que era una vida perdida en un pueblito del Chaco, sin futuro y sin ambición más que sobrevivir. Pero aquella niña, le había hecho creer que su vida había tenido sentido para que llegara ese momento, el de crear vida.

-Que difícil que es creer… -susurró Antonio.
-¿Perdón?
-Que difícil es creer, dije, doctor.
-Esto no se trata de creer, más bien se trata de certezas, de estudios que no están dando bien…
-Entonces –interrumpió Antonio-, si todo esto guarda una lógica y es una cuestión de ciencia y medicina, empiece a crear certezas para que mi hija se recupere.
-Quiero que me entienda que no podemos hacer más que lo que estamos haciendo. Se deterioraron mucho sus riñones en las últimas horas.
-Entonces no me joda y déjeme creer –gritó Antonio.

El médico no dijo nada; entendió la situación y el nerviosismo, eran escenas que se repetían una y otra vez día tras día. Se retiró y dejó a los padres. Carmen y Antonio se abrazaron. Creer era un mecanismo que no encontraban. Creer es una fuerza que siempre va en contra del fluir de los hechos que nos duelen, de las cosas que queremos olvidar rápidamente, de las cosas que duramente nos golpean.

Entraron a la habitación y Carmen se acercó a mirar uno de los sueros que se estaba acabando. Presionó el timbre con el cual se llama a las enfermeras; momentos más tarde entró una de ellas y repuso el pouch de suero a punto de quedar vacío.

-Va a estar bien –dijo la enfermera.

Carmen sonrió. Antonio no despegó la vista de la ventana. Afuera el sábado era injusto, no nos acariciaba a todos por igual; era injusto porque todo seguía como si nada, porque las cosas habían cambiado, porque se estaba llenando de miedo, porque ya no podía creer que Daiana se despertaría, y sabía que eso, eso, le jugaba en contra a Daiana y a él. Quería encontrar la manera de volver a creer.


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Nos cambiamos dentro del auto. Los trajes eran coloridos, eran trajes de payasos, claro está. Nos maquillamos entre nosotros, blanca la cara, rojo los labios y el pompón de la nariz.

-Bien ¿y ahora? –preguntó uno de los padres.
-Ahora a divertirnos, a alegrar a los chicos, a jugar a ser payasos de verdad.

El entusiasmo fue general. Todo el grupo pudo entrar en dos autos. Fuimos hasta el hospital de niños Garrahan, pero no habíamos pedido permiso para entrar, así que deberíamos convencerlos de que nos dejen pasar y llevar a cabo la actividad que habíamos planeado. Sergio me sugirió que hablara yo con la gente de seguridad, porque supuestamente era un hombre creíble y serio, claro, eso sin el traje de payaso y el maquillaje. No se puede entrar así como así a un hospital, y menos tratándose de niños, había que convencerlos de que el nuestro era un fin muy noble: pasar un momento agradable y divertirnos con los chicos que se encontraban internados. El Garrahan es un hospital modelo al que derivan chicos provenientes de todo el país; la gente viaja desde rincones lejanos para casos que no pueden ser tratados en sus lugares de origen. Por lo general, y dada la experiencia que tienen allí los profesionales, este hospital modelo especializado en pediatría, es la última esperanza para los padres. De haber sabido que teníamos que tramitar con una nota el permiso de ingreso al edificio, lo hubiéramos hecho. Le expliqué al jefe de seguridad que esto surgió de manera espontánea, no había previsibilidad, habíamos alquilado los trajes especialmente para esa oportunidad y todo perdería sentido si tuviéramos que posponerlo e irnos a casa sin el objetivo principal, que era realizar una tarea comunitaria en grupo. Dibujé una sonrisa porque me pareció adivinar, en el jefe de seguridad, que se sintió sorprendido por este grupo de payasos locos. El buen hombre también sonrió.

-Pero si me dejás sacar una foto con vos –me advirtió-, porque sino nadie me va a creer que haya gente que hace esto sin interés.
-Dale no te cobro la foto –le dije.

Nos escoltaron hasta los ascensores mientras nos advertían respecto de las zonas a las que no podíamos acceder porque había chicos inmuno suprimidos y cualquier contacto con el exterior los ponía en peligro. Una persona de la seguridad nos acompañaría durante toda la actividad.

Sergio había pensado en todo. De una mochila, empezó a sacar paquetes de caramelos y unas bolsas con globos. Nos empezamos a repartir los caramelos y los guardamos en los bolsillos con la intención de repartirlos entre los chicos. Mientras caminábamos por los pasillos fríos del hospital, recordé a mis hijos, Agus y Tomás; no pude evitar sentir miedo. Inflamos los globos. El guardia de seguridad, que nos acompañaba nos ayudó a sostenerlos mientras nosotros seguíamos inflando más.

-Qué loco ¿cómo se les ocurre hacer esto? –preguntó.
-¿Qué importa cómo? –respondió Sergio-. Mirá que sobró un traje y tenemos más maquillaje.

Nos divertimos en grande. Los nervios que tenía a la mañana habían desaparecido por completo. Nos reímos muchísimo, éramos payasos, no éramos padres de una cooperadora haciendo de payasos, éramos payasos en excelencia, cantando y bailando, haciendo piruetas. Las que más sobresalían eran Norma y Susana que con total desenfado entraron a una de las habitaciones y se acostaron en la cama al lado de una nena a la que le faltaba el pelo. Sergio, llevaba una correa y pretendía convencer a los chicos de que estaba llevando a su perro invisible. Nos relajamos, jugamos a jugar, a divertirnos, a creer en nosotros mismos, en este grupo de delirantes que salió a hacer alguna locura dejando atrás sus vidas para dedicarla por una tarde a ellos, a los chicos.

En el pasillo, todas las puertas de las habitaciones estaban abiertas. Entré en una que tenía cerca, es imposible elegir. Me senté en la cama con un chico que se llamaba Daniel, hincha de Boca. Un rato antes le habían regalado la camiseta del club de sus amores y sus ojos brillaban en azul y oro. Me contó que era de Mendoza y que echaba de menos a sus compañeros de escuela; que tenía once años y que le habían prometido que la semana siguiente estaría volviendo de nuevo a su casa y a su vida tal como era antes.

Salí de allí y en el pasillo estaba Norma; nos tomamos de la mano y como si estuviéramos bailando un tango, avanzamos por el corredor, giramos y al mirar hacia atrás vimos a varios chicos que nos seguían. Algunos pedían caramelos, otros pedían globos. El guardia de seguridad se había aflojado la corbata y había perdido el miedo; se confundía con los nuestros, repartiendo globos y animándose a jugar con algunos de los chicos. Sergio se arrodilló a un costado y gesticulaba como si entre las manos tuviera un bandoneón marcando el compás del tango que bailábamos con Normita. Por cierto habíamos alborotado la sala de internación.

Llegamos al final del pasillo, donde había una puerta vaivén. La cruzamos y nos quedamos mirando atrás como los enfermeros trataban de hacer volver los chicos a sus cuartos con ayuda de los padres. Era muy divertido el cuadro. El pabellón donde habíamos entrado era distinto, el silencio llenaba cada rincón del desolado pasillo. Algunas puertas tenían cartelitos pegados, decían que no se podía pasar. La mayoría de las habitaciones estaban cerradas. En la primera que vimos abierta entramos.

-Charararan chan chan chan… - tarareaba Sergio un tango, mientras se sentaba en un sillón blanco al costado de la cama, simulando tocar el bandoneón mientras Norma y yo bailábamos.

La habitación estaba en silencio. Norma y yo nos reímos. Miramos a Sergio que se nos acercó, y nos dimos cuenta de que él ya no sonreía. Junto a la ventana había una pareja. Miramos hacia la cama y hundida en ella, pequeñita y frágil, una nena descansaba inconciente. Un monitor diminuto dibujaba en su pantalla una línea verde que saltaba cada tanto y emitía con estruendoso pavor un “bip”. La nena parecía tener los ojos hundidos. De la nariz le salía una sonda. El cuadro era doloroso. Volví a mirar a los padres y solté a Norma que todavía permanecía inmóvil, pegada a mi cuerpo.

-Disculpen, no sabíamos… -intenté excusarnos por haber irrumpido así en la habitación.
-No se hagan problema -nos respondió el hombre.

Me saqué la gorra de payaso que llevaba puesta y extendí la mano para saludar, el hombre hizo lo mismo.

-Antonio es mi nombre, y ella es Carmen, mi esposa –me dijo, mientras le daba la mano.
-No quisimos molestar.
-No molestaron, ya nos estábamos sintiendo solos, así que no vino mal la visita.
-¿Que le pasa a la nena? –pregunté preocupado. Sergio y Norma se habían quedado petrificados.
-Tiene problemas en los riñones, de chiquita. Pero ahora está muy grave, no nos dan demasiadas esperanzas…
-Lo siento mucho… -dije- Entonces mejor nos vamos para no molestar más.
-Actúen –nos dijo Carmen con una sonrisa un tanto amarga.
-¿Qué? –pregunté, confundido.
-Que actúen, ¿no habían entrado para eso? ¿No están divirtiendo a los chicos?
-Sí, claro –respondió Sergio desde detrás de mí.
-Le va a gustar, yo sé que le va a gustar –dijo Carmen sollozando.

Norma y Sergio empezaron a hacer bromas y malabares; hacían de cuenta que tropezaban y caían y se revolcaban de manera infantil y graciosa. Antonio y Carmen se permitieron sonreír un poco. Admiré la fortaleza de todos, de esos padres, de Norma y Sergio que sonreían y jugaban a ser payasos, yo mismo me sorprendí abrazado al infortunado padre, y admiré a Daiana que desde el rincón más lejano del abismo que nos separa de la muerte, sostenía un haz de vida.

Antes de salir de la habitación, Norma intercambió los teléfonos con los papás de Daiana para que recurrieran a nosotros si necesitaban algo, quizá un poco de compañía, no podíamos ofrecerles más que eso en un momento así.

Una vez fuera de la habitación los tres nos desmoronamos y nos fundimos en un abrazo de angustia, amor, de suplica, de impotencia y ruegos, que nos hizo llorar.

Cuando salimos del hospital yo estaba abatido, tenía la imagen de Daiana clavada en mi retina ¿Cómo se hace para sobrellevar algo así, cómo se hace? Llegué hasta el lugar donde habíamos dejado estacionado el auto de Sergio, me apoyé en el baúl, tomé mi celular y llamé a casa.

-Hola, Lau…
-Amor, ¿cómo les fue? ¿se divirtieron?
-Sí –le dije sin sonar convincente- ¿Están ahí los chicos?
-Si amor, ¿está todo bien?
-Sí, sí, está todo bien. Pasame con ellos que los quiero escuchar.
-Papi ¿ya venís? –las voces de Agustina y Tomás se confundían en gritos de alegría y entusiasmo.

Se me aflojaron las rodillas y quedé sentado sobre mis tobillos, lleno de emoción, angustia, feliz escuchando a mis hijos colmados de vida y de alegría, angustiado por la imagen de Daiana, triste y alegre sin estar seguro de qué debería sentir. Me quedé allí un buen rato vivenciando esa dualidad y aprendiendo rápida y fugazmente sobre la vida, sobre el dolor. Aprendiendo a estar relacionado con los demás, deshaciendo los límites que me ceñían sólo a las fronteras de mi familia, conectándome con el dolor de otros y con sus esperanzas. No podía hacer más que pensar “¿estará bien Daiana? Quizá es cuestión de creer que sí, que va a estar bien… ¿Creer?”.

Llegué a casa como quien vuelve de la guerra. Abracé a los chicos, los besé y los cargoseé todo lo que me permitieron. Armamos una carpa debajo de la mesa del comedor y comimos allí los cuatro como si estuviéramos de campamento. Ya estábamos en nuestra habitación cuando le conté a Laura lo vivido en el hospital y no pude evitar volver a quebrarme y compartir con ella esa angustia. Me contuvo y se emocionó también; me abrazó y dormí entre sus brazos pensando en la chiquita.

A las ocho de la mañana sonó el teléfono de casa. Me desperté asustado. Era domingo y demasiado temprano para una llamada.

-Me llamaron los papás de Daiana, y me preguntaron si podíamos ir –me dijo Norma al otro lado de la línea.

Llegamos al hospital y bajamos corriendo del auto de Sergio. Esta vez el personal de seguridad ya sabía que íbamos a ir y nos estaban esperando. Nos acompañó el mismo guardia de seguridad, al que aún le faltaban cuatro horas para terminar su turno. Cruzando la puerta vaivén que habíamos atravesado por primera vez el día anterior y que me hizo ver una cara de la vida que no conocía, estaba Antonio apoyado en la pared llorando. El corazón se me estremeció de tal manera que entraba en el puño de mi mano. Me abrazó, nos abrazó a los tres, a Norma, a Sergio y a mí.

-Pidió por los payasos –dijo llorando Antonio.
-¿De qué hablas? –le pregunté
-Daiana, se despertó y pidió por los payasos… -lo que siguió fue un llanto de alegría entre los cuatro, abrazados, disfrutando de la recompensa de creer.

Norma empujó la puerta, tropezó, cayó al piso y rodó por él. Arriba cayó Sergio y encima de él, caí yo. Carmen se reía. Norma se incorporó y empezó a cantar “Había una vez, un circo que alegraba siempre el corazón lleno de color, un mundo de ilusión”. Sergio hacía malabares con unas botellas de plástico vacías y jugaba a equivocarse. Miré a Daiana, sus ojos tenían vida. Una mueca dejaba ver una sonrisa débil, pero firme y decidida. Ella había elegido vivir, porque nosotros habíamos elegido creer en una nena moribunda. Desde un rincón lejano donde la vida y la muerte se disputaban los últimos puntos del tanteador, ella decidió creer y le torció el brazo a la Parca, aunque no hubiera ningún motivo para hacerlo. Creer es una decisión sin fundamentos, que no se basa en pruebas empíricas ni en ensayos de laboratorio. El creer no necesita justificaciones ni pruebas, y nos abre posibilidades, todas las posibilidades existentes. Es la decisión de remar en contra de la corriente, de lo establecido y muchas veces entregarse a lo desconocido, alejándonos del universo de certezas y seguridades que nos rodea y nos resultan tan cómodas. Creer es, quizá, el milagro de nuestros tiempos, el milagro de Daiana.



Davo///

3 comentarios:

adrian dijo...

gracias davo por compatir el milagro de creer
adrian

Davo dijo...

Gracias por creer, Adrián.

Anónimo dijo...

Simplemente hermoso...Gracias!

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